En la sesión del club de lectura del pasado lunes, coincidimos en que el tema central de la novela La ley del menor es la oposición entre la fe y la racionalidad, que le resulta fascinante al propio Ian McEwan: “Me fascina cuando se produce ese choque entre la fe, sincera y devota, y la ley”.
Miguel, que había propuesto esta novela, fue el encargado de presentar al autor, que nació en 1948 en el Reino Unido, aunque vivió en diferentes lugares del mundo, a causa de la profesión de su padre. Es referencia de la ficción contemporánea, junto con otros escritores, como: Julian Barnes, William Boyd y Salman Rushdie. Fue amigo también de Christopher Hitchens, estudioso, como él, de los males de la religión. Precisamente, el citado Salman Rushdie fue víctima del fundamentalismo islámico y parece ser que La ley del menor la escribió McEwan bajo la influencia de este hecho.
Hay una frase de Hitchens, que define muy bien el lugar que ocupa el trabajo como escritor en su vida y la importancia que concede a la amistad: “La felicidad es escribir a solas todo el día, sabiendo que disfrutarás de una interesante compañía al caer la noche”. En efecto, para él es una maravillosa combinación la de estar completamente absorbido por el trabajo y, cuando llegan las siete o las ocho de la tarde, beber una copa de vino con los amigos.
Entre sus obras, se encuentran: Primer amor, últimos ritos, Jardín del cemento, El placer del viajero, Amor perdurable, Expiación y Operación dulce.
En el turno de opiniones sobre la novela, algunos de los asistentes manifestamos nuestra admiración hacia Fiona, la protagonista, con la que nos podríamos identificar, por la entrega absoluta a su trabajo como jueza; por su situación anímica, a causa de la delicada situación por la que atraviesa su matrimonio; y por el cambio que experimenta, a raíz de conocer a Adam, un joven testigo de Jehová, que necesita transfusiones de sangre para sobrevivir, aunque sus padres y él mismo se niegan a ello por razones religiosas.
Sin duda se trata de un personaje creíble y muy bien construido, que evoluciona, desde la buena reputación profesional y la contención propia de una mujer casada, hasta la espontaneidad, la naturalidad, el descubrimiento de la pasión y las dudas en su trabajo como jueza.
No obstante, hubo diferencias al interpretar lo que supone para Fiona su relación con Adam: para unos el joven le hace recuperar la pasión, un sentimiento que ya estaba relegado en su vida, si alguna vez lo experimentó; y para otros, en cambio, la relación no va mucho más allá de lo profesional y el beso que se atreve a darle no es más que una reacción espontánea, sin mayor trascendencia, salvo la transgresión de su ética profesional.
En cualquier caso, coincidimos en que, en el conflicto entre la razón y la fe, la primera es representada por Fiona y la segunda por Adam.
Para este personaje, la entrevista con la jueza, en el hospital, sí supone una puerta abierta en el cerrado mundo de los testigos de Jehová: “Su visita fue una de las mejores cosas que me han sucedido en la vida –dijo, y después, rápidamente-: la religión de mis padres era un veneno y usted fue el antídoto.”
Pero necesitaba algo más y ella no le ofreció nada, en lugar de la religión, ninguna protección, ninguna alternativa: “Él fue a buscarla, quería lo mismo que quiere todo el mundo y que sólo podían darle los librepensadores, no los seres sobrenaturales. Un sentido.”
Por eso, cuando recae de la enfermedad de la leudemia, para la que necesita transfusiones sanguíneas, como ya es mayor de edad y puede hacerlo, rechaza este tratamiento, y se deja morir.
Entre los temas que plantea McEwan, nos referimos a la religión o, mejor dicho, al radicalismo religioso, que se aprecia no sólo en el caso de Adam, sino también en el de los siameses, cuya sentencia salomónica le ocasiona a la jueza “viperinos comentarios de los devotos”, y en el de la pareja de judíos ortodoxos, que se disputan la custodia de sus hijas: la madre, para educarlas en una escuela mixta, donde se practica la tolerancia y el respeto a la independencia de la persona; y el padre, que desea hacerlo, según los principios más estrictos y represivos de su religión: “Los niños y las niñas “jaredíes” se educaban por separado para preservar su pureza. Tenían prohibida la ropa de moda, la televisión e Internet, así como relacionarse con niños a los que se les permitían estas distracciones. Les vetaban los hogares donde no se observaban las estrictas normas “kosher”…”
También comentamos las relaciones entre la vida profesional y la vida familiar, preguntándonos hasta qué punto se puede pasar la delgada línea roja que separa una de otra, como lo hizo Fiona, al descubrirle a Adam la pasión por la vida, y en qué medida podemos entregarnos a nuestro trabajo, sin que esta entrega vaya en detrimento de nuestra vida familiar.
E igualmente hablamos del matrimonio, como unión que se desgasta con el paso de los años. En este sentido, nos interrogamos por el futuro de la relación entre Fiona y Jack, que, a tenor del final de la novela, parece estar en proceso de renovarse: “Estaban cara a cara en la media luz. Y mientras la gran ciudad lavada por la lluvia, fuera del dormitorio, implantaba su más tenues ritmos nocturnos, y su matrimonio se renovaba a trompicones, ella le habló en voz baja y firme de su vergüenza, de la pasión por la vida de aquel dulce chico y del papel que ella había desempeñado en la muerte de Adam.”
Finalmente, escuchamos, a iniciativa de Benito, la canción “Down By the Salley Gardens (Allá en los jardines de Salley), con texto de William Yeats, que se repite, en distintos momentos, especialmente emotivos, de la novela, y al escucharla, nos imaginamos a Fiona y Adam en el hospital (cuando la primera fue a escuchar personalmente al segundo, con el fin de comprobar si comprendía la delicada situación en la que se encontraba), interpretándola:
“Allá en los jardines de Salley mi amor y yo nos encontramos.
Pasó por los jardines de Salley con pies pequeños, blancos como nieve.
Me dijo que me tomase el amor con naturalidad, como las hojas que crecen en el árbol.
Pero yo, siendo joven y tonto, no estuve de acuerdo con ella.
En un prado junto al río mi amor y yo nos encontrábamos.
Y en mi hombro inclinado ella apoyó su mano, blanca como nieve.
Me dijo que me tomase la vida con naturalidad, como la yerba crece en las presas.
Pero yo era joven y tonto, y ahora estoy lleno de lágrimas.”
Próxima lectura, a propuesta de Carmen: “Edipo Rey” de Sófocles. Hablaremos de esta tragedia griega, el 23 de noviembre, miércoles, las 18 horas, en la biblioteca.