En este frase -recordó Víctor- les resume la Abuela Grande a sus nietos la lección que debían aprender, es decir, que para andar por la vida no hay que dejarse pisar por nadie. Sin duda es un gran consejo que Arturo Barea, en aquella época un niño, supo aprovechar, a lo largo de su vida, defendiendo siempre su independencia de criterio.
Barea está entre los escritores que se vieron obligados a abandonar España, después de la Guerra Civil, por su apoyo a la República, como Max Aub, Ramón J. Sénder, León Felipe y la mayor parte de los poetas de la Generación del 27: Cernuda, Salinas, Guillén, Alberti… Y dentro de este grupo, se sitúa entre los que encuentran, en el tema de la Guerra Civil española y sus causas, el núcleo básico de su inspiración.
Nace en Badajoz, pero, a causa del fallecimiento de su padre a la edad de 34 años, se marcha, junto con el resto de la familia a Madrid, donde su madre trabaja de lavandera en el río Manzanares. Estudia, gracias a la ayuda de unos tíos suyos, hasta los trece años, edad en la que empieza a trabajar: primero, en una bisutería; después en un banco, más tarde en una oficina, y finalmente es dueño de una fábrica de juguetes, que por desgracia quiebra pronto. Es llamado a filas y enviado a la guerra de Marruecos, donde se muestra como un soldado competente y valeroso. Se licencia en 1924 como oficial de reserva y, de nuevo en Madrid, se casa con Aurelia Grimaldos, con la que tiene cuatro hijos; pero con la que nunca fue feliz. Después, durante la Guerra Civil, cuando ejercía de censor en Madrid, conoce a Ilsa Kulcsar, traductora de origen austríaco, de la que se enamora nada más verla. Ambos abandonan España en noviembre de 1937 y, tras un breve periodo de tiempo en Francia, se trasladan a Inglaterra, donde él trabaja de comentarista de la BBC, para emisiones semanales destinadas a América del Sur. Muere en este país, en 1957, como consecuencia de un cáncer, después de haber conseguido la nacionalidad inglesa y con el dolor de apenas haber tenido contacto con sus hijos.
Toda su vida la recoge en el libro autobiográfico La forja de un rebelde, que se publica en inglés entre 1941 y 1946, y en español, en la editorial Losada, en 1951, aunque estuvo prohibido durante la dictadura franquista. El libro consta de tres volúmenes: La forja (1941), que trata sobre sus sus azarosos comienzos, contemplados por los ojos de un niño; La ruta (1943), que se desarrolla durante la guerra de Marruecos, de la que nos ofrece una visión de conjunto de primera mano; y, finalmente, La llama (1946) donde nos presenta una visión pesimista de la guerra civil.
Sus cuentos, de los que hablamos ayer, en el Club de Lectura, se integran también en tres volúmenes: Valor y miedo, Cuentos misceláneos y El centro de la pista.
En el turno de opiniones breves sobre los mismos, Miguel comentó que la edición donde están recogidos no parece seguir criterio lógico alguno, pues se mezclan los distintos temas de los que tratan, así como las diferentes épocas en las que fueron escritos. De haber seguido, por ejemplo, unas pautas cronológicas, hubiéramos podido tener una visión de conjunto de lo que fue la primera mitad del siglo XX en España. Añadió que los cuentos que más le habían gustado son los que hablan de la tierra y los de crítica social, como el titulado “Agua bajo el puente”, donde se llega a la conclusión de que la vida humana ha sido siempre una lucha por el poder, con lo que esto conlleva.
Enrique abundó en la crítica a la deficiente edición de los cuentos completos, entre los que seleccionó uno, “Un español en Hertfordshire”, donde se compara al policía inglés, que vive en una casa normal y está bien considerado por sus vecinos, con la imagen sombría de los guardias civiles, siempre en pareja, sobre sus caballos negros y con sus tricornios, que “cuentan con el odio sempiterno de todo el campo”.
Carmen, que conocía la obra de Barea, desde hace tiempo, elogió: su precisión descriptiva, que nos hace imaginar lo que describe; la cercanía con la que nos llega el mensaje, sin exceso de artificio; la cuidada estructura de muchos de los cuentos; y los finales inesperados, donde se puede apreciar el valor de lo no dicho, pero que se sugiere.
A Benito le habían llamado la atención sobre todo los más autobiográficos por su veracidad y, en general, valoró la habilidad para describir las costumbres, desde la perspectiva del pueblo llano, y su visión objetiva de la Guerra Civil, pues censura los crímenes horribles cometidos tanto por uno como por otro bando.
Inés, finalmente, recordó el homenaje que se había organizado en Madrid a Arturo Barea, en marzo de 2017, con la inauguración de una plaza con su nombre, y en el que intervinieron: el historiador, Ian Gibson; el rector de la UNED, Rafael Triana; la escritora, Elvira Lindo; y la alcaldesa, Manuela Carmena. Está última dijo sobre él y su obra más importante: «conmovió a toda una generación; mi generación ha sido la que tuvo que encontrar a esa parte de España que no estaba cuando nacimos; los que nacimos en el franquismo tuvimos que ir encontrando a esos abuelos, a esos padres, a esos tíos, a esos escritores, a esos políticos que se nos habían ido; y La Forja de un rebelde fue uno de los libros que encontramos».
En el debate propiamente dicho, nos detuvimos a hablar sobre algunos de los cuentos:
“El cono” presenta el contraste entre la tiranía cruel del señorito, que dispone de sus empleados como cualquier otra posesión suya, y la sumisión de estos, representados por Toñín, un niño que con sólo diez años se ve obligado a trabajar, y Antonio, su padre, que muere asfixiado en un cono, al entrar en su interior a lavarlo, obligado por el amo, cuando aún permanecían los gases producidos por la fermentación del vino.Nos preguntamos por un posible maniqueísmo en el planteamiento; pero desechamos esta idea, porque Barea no trata de reducir la realidad a una oposición radical entre el bien y el mal, entre lo bueno y lo malo, sino que se limita a reproducirla tal cual es.
De “Agua bajo el puente”, además de lo comentado por Miguel, valoramos: el acierto al contar la historia de la muerte violenta del terrateniente, desde tres puntos de vista diferentes (el del juez, guiado únicamente por su interés personal; el del sargento, en la misma línea que éste; y el del zapatero, que no dice todo lo que sabe); y la capacidad para generar la intriga en torno a la punta de una navaja, que se resuelve en un final inesperado: “El zapatero me abandonó para cruzar junto al alcalde. Llevaba en la mano una navaja abierta. La larga hoja tenían una pulgada de ancho y había perdido la punta”.
“La tierra” cuenta la venganza de un padre que ha perdido a su hijo en el campo de batalla; pero, en realidad, como el propio título sugiere, es un canto a la tierra y lo que significa para el que la labra: “Abres un surco, echas un grano y sale una espiga. Sudas y te hielas durante meses, pero cuando siegas, es como el vino; te emborrachas y te sientes pagado. Cuando la tierra está seca y no llueve, no hay espigas. Entonces sientes la rabia de no poder coger una nube y romperla y sacar el agua de dentro con los dientes y las manos. Los que queremos a la tierra, cuando no llueve, rabiamos. Los que no quieren a la tierra, se ríen”.
“La lección” es uno de los cuentos donde aparece un personaje complejo y con capacidad para sorprendernos: la Abuela Grande, desmesurada en todos los sentidos: en tamaño y peso, fuera de lo normal; en su vida personal, pues tuvo veinticinco hijos; y en su carácter fuerte e intemperante. Pero, al mismo tiempo y como contrapunto a esta desmesura, se muestra humilde y con sentido de la justicia: “No es una cuestión de dinero, es una cuestión de derecho”, le espeta al jefe de estación, cuando éste le manifiesta la disposición de la compañía para pagar por las dos docenas de requesones, que traía del pueblo.
En el “El testamento” también encontramos a un personaje admirable, el tío Anselmo, que es culto, noble de carácter y con conciencia social, como se puede reconocer en este fragmento de su testamento, donde declara su voluntad de que se quemen sus títulos nobiliarios: “En el bargueño están los títulos de propiedad del antiguo señorío de mi familia. Es mi voluntad que nadie los lea, ni menos aún los use. Esto es lo que manda mi conciencia. Con ello abro a mis herederos el camino hacia Dios y hacia los hombres”.
Y Teresa, en el cuento homónimo, igualmente, se presenta como un personaje dinámico y psicológicamente complejo, pues se trata de una mujer valiente y culta, condicionada por un pasado trágico, que tiene una lucha interior entre su deseo de reencontrarse con la iglesia católica, que le dio la espalda, durante la guerra civil, sirviendo a los intereses de los poderosos, y su temor de que le defraude nuevamente. Pero este misterio no lo desvela hasta el final, cuando leemos la carta que le escribe al sacerdote inglés: “Nosotros, mi padre, mi madre y yo, habíamos respetado la ley de Dios. Habíamos intentado ser buenos con el prójimo, no habíamos hecho mal a ningún ser humano, no éramos severos ni insensibles. Nunca habíamos temido la ira de Dios porque Dios era justo. Esa noche el de la justicia nos había aplastado como si fuéramos pompas de jabón…”
Podíamos haber seguido hablando sobre los cuentos de Arturo Barea, cuya lectura nos ha dejado un poso profundo, una mezcla de admiración y tristeza, como la que nos dejó Chaves Nogales, escritor con el que tiene en común: el pecado de ser independiente, en una época donde necesariamente había que tomar partido; el haber conocido en persona las consecuencias terribles de una guerra fratricida; y la pena inconsolable del exiliado. Cuando un periodista argentino le preguntó por España, un año antes de morir, Barea contestó: La patria se siente como un dolor agudo al que no llega uno a acostumbrarse”.
Próxima lectura, a propuesta de María: La ciudad sin judíos de Hugo Bettauer. Hablaremos de esta novela el 17 de octubre, miércoles, a las 18 horas, en la Biblioteca del instituto.